Tradicionalmente, Estados Unidos ha sido la tierra de las oportunidades. Desde el siglo XIX, cuando miles de europeos cruzaban el Atlántico con la esperanza de conseguir una vida mejor, está extendida la idea de cualquiera puede prosperar en ese país. Esto, por supuesto, está lejos de constituir una realidad. Sin embargo, de vez en cuando aparece alguna figura que sintetiza los fundamentos de esta promesa. En el ámbito deportivo, el nigeriano-griego Giannis Antetokounmpo es un ejemplo perfecto de esta situación.
Nacido en Lagos, la ciudad más grande de África, Antetokounmpo se trasladó siendo muy chico a la capital griega, Atenas. Ahí, en la ciudad que vio nacer hace 2 mil 500 años las Olimpiadas, descubrió siendo un adolescente la pasión por el basquetbol, que practicaba con otros niños como él, inmigrantes ilegales procedentes principalmente África y Oriente Medio.
Sin embargo, el joven Giannis tenía el destino de un héroe griego. Su talento lo condujo pronto a jugar de manera profesional, primero en Grecia y después en España, donde jugó para la escuadra zaragozana. Fue en esa época cuando llamó la atención de los cazatalentos estadounidenses.
Uno de ellos lo orilló a firmar un contrato y así terminó jugando para los Bucks de Milwaukee en la liga de baloncesto más importante a nivel mundial, la NBA. En lo sucesivo, todo para Antetokounmpo iría cuesta arriba y se convertiría en una verdadera estrella del que quizá es el deporte favorito entre las comunidades africanas en la diáspora.
Su historia prueba que el talento, puede conducirnos hasta límites insospechados, o como dijo Anton Ego, el crítico gastronómico de la película animada Ratatouille, que no cualquiera puede ser un gran artista, pero un gran artista puede venir de cualquier lugar.
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