26 de abril de 1336. Esa es la fecha en la que el poeta y humanista italiano Francesco Petrarca escaló junto a su hermano el Mont Ventoux de los Alpes, una cima de 1, 912 metros. En esa época nadie trepaba montañas por mero divertimento o recreación, sin algún objetivo práctico. Las cordilleras resultaban un desafío, sí, pero al mismo tiempo una protección y un refugio natural. Esas moles dividían pueblos y conservaba culturas.
Pocos locos se dieron a la tarea de dirigir sus pasos y ascender por las lomas en un paseo matutino. Se sabe que Petrarca fue uno de los primeros, y, sin saberlo, mientras descendía del Ventoux estaba ‘fundando’ un nuevo deporte: el alpinismo.
Como su nombre lo indica, alpinismo deriva de la palabra alpes (montañas escarpadas) porque fue precisamente ahí, en los Alpes europeos, donde se llevaron a cabo las primeras actividades del montañismo. En sus inicios, este naciente deporte fue un privilegio de las minorías. Considerado por años una excentricidad, solían ser personas adineradas las que organizaban expediciones.
El espíritu aventurero se expandió por toda Europa. Los pioneros, con más corazón que técnica en el empeño, elegían el pico a escalar como si fuera una manda. Surgieron los primeros alpinistas en realizar grandes hazañas, tales como Jaques Balmat y Michel-Gabriel Paccard. La profesionalización de esta actividad estaba lejos de instaurarse, pero la valentía de estos hombres trazó el camino por el que habrían de andar el resto. Y no es metáfora. Horace Benédict de Saussure, botánico y geólogo francés, literalmente ofreció miles de francos a quienes lograran abrir una ruta hasta la cumbre del Monte Blanco. Su oferta dio como resultado ese fundamental primer ascenso al Blanc, aquél 8 de agosto de 1786, hecho que marcaría el comienzo del alpinismo moderno.
Con el paso del tiempo, a las cimas llegaron filósofos, naturalistas, pensadores y hasta filántropos aventureros. Más allá de un simple deporte (si es que un deporte llega a ser ‘simple’), el alpinismo suele ser percibido como una actividad que adquiere y presume de tintes épicos. La práctica misma gira en torno a superar un reto que parece inasequible, el mismo al que se enfrentara el general cartaginés Aníbal y sus elefantes africanos, con los cuales cruzó los Alpes para invadir Italia allá en el siglo III antes de Cristo.
Ese espíritu lo comparten los alpinistas que asumen su disciplina y la convierten, más temprano que tarde, en un estilo de vida. Subir una montaña, con las dificultades físicas y emocionales que conlleva, representa para quien lo vive tanto un desafío de la naturaleza como, acaso o siempre, un acto espiritual trascendente.
Deja una respuesta