Entre 2012 y 2015, la consabida reputación de la Ultimate Fighting Championship —la mayor empresa de artes marciales mixtas en el mundo, la que agrupa a los mejores peleadores y produce los eventos con mayor audiencia y pagos por eventos— se sostenía, principalmente, sobre dos nombres: Conor McGregor y Ronda Rousey.
La estadounidense y el irlandés eran los luchadores más dominantes de su división. También los más carismáticos. Sus rostros aparecían en todos lados, tanto en las carteleras de los eventos estelares como en las portadas de revistas.
Rousey saltó a la fama por su medalla olímpica en judo, en los JJOO de Pekín 2008. Cuando decidió incursionar en las artes marciales mixtas, lo hizo de forma avasallante, primero en Strikeforce y más tarde en la UFC, donde logró convertirse en la primera campeona de peso gallo femenino. En sus 12 primeras peleas, consiguió 12 aplastantes victorias, la mayoría de ellas por sumisión. Pero tras 4 años de dominio absoluto, vino la inesperada debacle ante Holly Holm. Nunca nadie había golpeado a Ronda como Holly lo hizo aquella noche. Con cada puñetazo, el desconcierto se manifestaba en el rostro de la exjudoca. Al final llegó la patada certera, a la quijada de Rousey, que acabaría noqueándola, que le arrebataría el cinturón de campeona y que, a la postre, sin que en ese momento nadie lo supiera, le pondría los primeros y últimos clavos a su ataúd. Sí, porque la pelea ante Amanda Nunes, los 48 segundos más penosos de su carrera en la MMA, no fueron más que las últimas paladas de tierra en su funeral.
Por su parte, la carrera de Conor McGregor ha sido semejante aunque extendida, como si estuviese reflejada en un espejo convexo. Antes de estrenarse en la UFC, el irlandés participó en varios eventos —muchos de ellos en su natal Dublín— como Cage of Truth, Chaos y Cage Warriors. De 14 peleas, ganó en 12. Cuando llegó a los Estados Unidos y pasó a formar parte de la plantilla de luchadores de la UFC, pocos, casi nadie, lo conocían. Pero eso estaba por cambiar muy pronto.
Desde su debut en la compañía, hiló siete victorias consecutivas y no ante cualquier rival, sino frente a peleadores de jerarquía como Dustin Poirier y José Aldo. Su primer descalabro se lo propinó Nate Diaz, en un vibrante combate que terminó con una estrangulación desnuda, o rear naked choke. Herido en su orgullo, McGregor pronto se recuperó y pidió la revancha ante Diaz. Solo cinco meses después se llevó a cabo el combate, en el que Conor salió victorioso por decisión mayoritaria.
Tras ese combate, el irlandés revistió su confianza con una nueva victoria frente a Eddie Alvarez. Así, en su mejor momento físico, con la confianza a tope y su nivel de popularidad por los cielos, en 2017 McGregor realizó una jugada tan ambiciosa como extraña: desafió al pugilista Floyd Mayweather, retirado en ese momento, a que saliera de la inactividad y peleara con él en un combate histórico y multimillonario. Luego de una guerra de declaraciones en los medios, finalmente se acordó la pelea. Muchos boxeadores profesionales y especialistas del boxeo la consideraron un “circo”, aunque otros tantos lo defendieron argumentando que, en escancia, todo deporte tiene su fracción de espectáculo.
El combate se llevó a cabo, y aunque McGregor opuso resistencia en los primeros cuatro asaltos, finalmente Mayweather alzó los guantes y se llevó el llamado Money Belt, un cinturón hecho ex profeso para la contienda. El final fue luminoso para ambos. Floyd se aseguró un cheque por 100 millones de dólares. Mientras que Conor tuvo ingresos por otros 30 millones, un monto espectacular, considerando que su bolsa récord en la UFC era de “solo” tres millones.
McGregor regresó al octágono para luchar con el que sería uno de sus rivales más difíciles, Khabib Nurmagomedov. El ruso, tal y como lo hiciera Diaz, acabó venciéndolo con otra estrangulación al cuello, antes de brincar la reja y lanzarse a golpes contra todo el equipo de McGregor, luego de los insultos que este profirieron contra Khabib y su familia. En opinión de muchos, este arrebato fue por completo desmedido, tomando en cuenta que el llamado trash talk es pan de cada día en la industria, y, particularmente, una la especialidad de Conor.
Superada la derrota frente al ruso, McGregor se dio un descanso de poco más de un año para pelear de nuevo. A principios del 2020 luchó y venció a Donald Cerrone, lo que hacía pensar que el irlandés, cada día menos hablador, cada día más tatuado, por fin se concentraría en retomar las riendas de su exitosa carrera.
La revancha contra Dustin Poirier parecía la mejor oportunidad para lograrlo, pero el norteamericano tenía otra cosa en mente. A mitad del segundo asalto, soltó una bandada de puñetazos que obligaron al réferi a detener la masacre. Como pareciera ya una costumbre, el orgullo del dublinés lo motivo a pedir, ahora él, una revancha a Poirier, concretándose en menos de seis meses la que sería la tercera pelea entre ambos.
Con todas las miradas puestas en el T-Mobile de Paradise, Nevada, en apenas el primer asalto finalizó el combate de la forma menos esperada. En el momento en que McGregor apoyó su pierna izquierda luego de amagar una patada, esta se partió en dos, fracturándose la tibia y el peroné. Con el rictus de dolor, Conor todavía aguantó algunos golpes de Poirier, hasta que Herb Dean se dio cuenta del incidente y detuvo las acciones.
Luego de que le inmovilizaran la pierna, McGregor fue retirado del octágono en camilla, pero mientras lo hacían, en lugar lamentarse se iba riendo, respondiéndole a la gente que lo vitoreaba, gritando «necesitan gente como yo». Y tal vez tiene razón. Luchadores con su brío, con su porte, su espíritu, hay pocos. Por eso mismo resulta difícil hacerse la pregunta que quedó flotando en el aire aquella noche: ¿volveremos a ver pelear a Conor McGregor, o el fin de su gloriosa carrera fue ese triste aunque estridente viaje en camilla?
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