El 16 de abril del 2020, el exjardinero de los Rangers de Texas, en medio de un terrible y profundo episodio depresivo, decidió quitarse la vida. Antes, había limpiado a consciencia su departamento, y luego de escribir una nota de despedida, la dejó en el mostrador de la cocina, a la vista del primero que entrase.
Enseguida tomó la pistola que guardaba en el cajón, salió de la casa y se trepó a su camioneta. Planeaba llevar a cabo su cometido en un parque, evitándole a sus familiares la pena añadida de tener que limpiar el desastre de su muerte.
Al llegar, no se sintió cómodo y condujo a otro paraje. Al final, terminó arrepintiéndose y volvió a su casa. Se bebió un par de whiskys antes de recostarse en su sillón y llevarse la pistola a la sien. Disparó. Se suponía que aquél debía ser el final de su vida, pero no fue así.
Mucho rato después, se despertó con un boquete en la cabeza. Increíblemente, sobrevivió a una herida de bala autoinfligida en la cabeza, durante 20 horas, hasta que marcó al 911 y los paramédicos fueron a auxiliarlo.
En los meses posteriores, Drew comenzó a dar entrevistas y a hablar sobre sus problemas de salud mental. Lo que murió ese día, confesó Robinson al periodista Jeff Passan, fue su ego, despertando de inmediato un renovado deseo de vivir. “Se suponía que tenía que pasar por eso. Se supone que debo ayudar a la gente a superar batallas que no parecen ganarse. No hay otra respuesta”.
Su recuperación física y psicológica apenas comenzaba. Medicina, terapia, ejercicios, meditación. La misma rutina, un día tras otro. Su familia lo apoyó más que nunca. A causa del disparo y las cirugías reconstructivas, Drew perdió el sentido del gusto y del olfato, pero se esmeró en la cocina para prepararles la comida en agradecimiento.
Entonces emprendió su verdadero resurgimiento.
El 29 de julio, con un parche negro y un bate en la mano, entró a una cancha de interiores y golpeó sus primeras pelotas con la ayuda de un bating tee.
El 9 de septiembre, en la víspera del Día Mundial para la Prevención del Suicidio, Drew ofreció un discurso a sus compañeros de equipo de los Gigantes de San Francisco.
El 21 de octubre, por vez primera desde que perdiera el ojo, bateó en un campo al aire libre. Abanicó treinta veces las bolas que le lanzaba Sam Sadovia, un entrenador local, hasta que en el lanzamiento número 31, la conectó de home run.
No solo había conseguido batear una bola fuera del campo, sino que había abierto la posibilidad de un regreso al deporte que amó, al que odió, y al que ahora podía afrontar desde una posición más madura y determinante.
Conseguirlo no será sencillo. Si enfrentarse a los pitchers de las Grandes Ligas con ambos ojos sanos ya es difícil, hacerlo solo con uno —y, encima, con el ojo trasero, según su posición de bateo— luce complicadísimo. Sólo Whammy Douglas, lanzador de los Piratas de Pittsburgh que perdió un ojo a los 11 años, lo consiguió en 1957.
Drew Robinson se ha propuesto convertirse el segundo en lograrlo, y los Gigantes, su último equipo, le han brindado la posibilidad de hacerlo, extendiéndole la invitación a los entrenamientos de primavera de las ligas menores.
No habrá dinero de por medio, ni tampoco un lugar asegurado en el roster, pero acaso tiene algo mejor: la invaluable oportunidad de hacerse un camino de regreso a la caja de bateo.
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