Pocas cosas son más tristes para el final de una carrera deportiva que recibir una acusación de dopaje. Proveniente del vocablo holandés dop, la palabra dopaje hacía originalmente referencia a una bebida azul que consumían los guerreros zulúes en Sudáfrica para incrementar sus habilidades en la batalla. En la cultura occidental existen miles de fórmulas para mejorar el rendimiento deportivo de manera artificial. No obstante, el dopaje se considera en general algo indeseable y ‘sucio’, con miles de casos de deportistas profesionales que han visto morir sus carreras a causa del mismo.
Tanto el Comité Olímpico como las distintas asociaciones deportivas del mundo, han establecido sanciones para el dopaje que van desde la suspensión temporal para los deportistas, hasta inhabilitaciones definitivas. En algunos casos, incluso se han puesto en entredicho los méritos acumulados durante el periodo de dopaje y, consecuentemente, se han retirado preseas.
Los primeros casos de atletas caídos en desgracia por el uso de sustancias datan de principios del siglo XX, cuando el Comité Olímpico y las organizaciones deportivas internacionales comenzaban a cobrar fuerza. A pesar de esto, las restricciones que existían en aquel entonces eran muchísimo menos severas que las actuales. Thomas Hicks, vencedor del Maratón de Saint Louis Missouri en 1904, consiguió su victoria mediante inyecciones de estricnina. Dos décadas después, la Federación Internacional de Atletismo introdujo los primeros controles para el dopaje y los deportistas que se apoyaban en sustancias comenzaron a precipitarse como moscas.
Al principio era difícil encontrar un método fiable para determinar el nivel de dopaje entre los deportistas. Tuvieron que pasar 50 años para que, en 1974, se creara el primer sistema confiable para detectar abuso de sustancias. De ahí en adelante, los controles antidopaje no hicieron más que endurecerse, quedando los esteroides anabólicos prohibidos a partir de 1976.
Estos controles fueron los que propiciaron la desgracia del corredor Ben Johnson. Con 27 años, Johnson ganó los 100 metros en las olimpiadas de Seúl, pero la gloria no le duraría mucho. Pocos días después de su triunfo, una muestra de orina analizada por la Central Para Control de Dopaje, determinó que el corredor había consumido estanzolol, una sustancia potenciadora, lo cual supuso para él la anulación del triunfo y la descalificación de las olimpiadas.
Otro caso célebre de dopaje lo constituye el ciclista Lance Amstrong, quien llegó a ganar el Tour de France en siete ocasiones y de quien se sospechaba, desde 1999, que utilizaba sustancias para mejorar su rendimiento. Aunque temporalmente se determinó que las acusaciones no eran concluyentes, en 2012 se le retiraron todos los títulos obtenidos desde 1998, además de que se le sancionó de por vida y se le obligó a devolver sus medallas olímpicas.
En México, uno de los casos más célebres de dopaje involucró a la halterófila Soraya Jiménez. Tras conseguir la gloria en las olimpiadas de Sydney del año 2000, Jiménez fue sorprendida usando sustancias prohibidas en el Campeonato Panamericano de Venezeuela, lo que le valió una suspensión de seis meses y el debacle de su carrera deportiva.
Hoy, la polémica por el dopaje sigue afectando a miles de deportistas alrededor del mundo. Algunos intelectuales, como el escritor Antonio Escohotado, consideran que no se debería limitar el uso de sustancias potenciadoras a los deportistas pues, después de todo, la incorporación de tecnología química, podría convertirse en un complemento más del deporte y una estrategia para vencer. No obstante, quienes aprecian el deporte por la disciplina y la pureza, siempre se mostrarán recelosos de que las alteraciones químicas terminen por sobreponerse al esfuerzo.
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