
Durante un caluroso agosto de mediados de los años ochenta, una pareja de empresarios estadounidenses visitaron Jamaica en un viaje de negocios. Mientras recorrían las calles de Kingston, se toparon con un espectáculo particular, el Pushcart Derby.
En esta competición, cada equipo —conformado por dos o hasta tres participantes— empuja un carrito de madera para luego treparse en él y descender —a velocidades que alcanzan los 95 kilómetros por hora— por la pendiente de una calle larga y empinada. La pericia y valentía de los “empujadores” sorprendieron a los gringos, y les recordó a un deporte olímpico e invernal, el bobsleigh o bobsled, una de las distintas modalidades de descenso en trineo.
No se sabe quién de los dos tuvo la idea, lo cierto es que a George B. Fitch y William Maloney, los visionarios norteamericanos, se les ocurrió que, aprovechando la fama de excelentes velocistas que tenían —y tienen— los atletas jamaicanos, bien podrían conformar un equipo de bobsleigh que participara dignamente en unos Juegos Olímpicos de Invierno.
Ahora bien, la imagen de un combinado caribeño compitiendo en un entorno gélido les pareció ridícula hasta a los propios jamaicanos. Fitch y Maloney hicieron pública una convocatoria para seleccionar a un grupo de pioneros, convocatoria que fue ampliamente ignorada. Los atletas serios pensaron que todo se trataba de una broma, y desdeñaron, sin saberlo, la oportunidad de inmortalizar sus nombres en la historia.
Los tercos gringos no se dieron por vencidos, y tuvieron que acudir al ejército jamaicano para que su idea echara raíces. El coronel Ken Barnes no solo los escuchó con una seriedad marcial, sino que aceptó, emocionado, y de inmediato armó un equipo conformado por un teniente del segundo batallón, un capitán de las fuerzas aéreas, un soldado y un ingeniero de ferrocarriles. El cuarteto fue entrenado por el estadounidense Howard Siler, un veterano bobsledder que había representando a su país en algunas competencias internacionales.
Sin mucho apoyo, y con sólo unos cuantos entrenamientos a cuestas, el equipo consiguió la hazaña, y se clasificó a los Juegos Olímpicos de Invierno Calgary 1988. Muy pronto su historia hizo eco en la prensa internacional. La imagen de jamaicanos con chamarras, boinas y bufandas les resultó tan jocosa y absurda como una bulímica inscribiéndose en un concurso de comer pasteles.
No obstante, apenas los rastafari pisaron la nieve canadiense se convirtieron en los favoritos del público. El cariño y hasta la ternura que despertaron en los locales se fue incrementando conforme se acercaba la fecha de su debut, y sin importar los resultado que obtuviesen, los albertanos y el mundo entero celebraron el esfuerzo y el pundonor que demostró el combinado caribeño.
Devon Harris, Dudley Stokes, Michael White y Samuel Clayton no pudieron siquiera terminar la carrera, y quedaron en último lugar de la calificación general. Sin embargo, lo que lograron fue una proeza que vale más que cualquier medalla colgada al cuello: desoyendo las burlas y el menosprecio, rompieron paradigmas y erigieron en su lugar un monumento a la superación, la voluntad y el coraje deportivo que continua inspirando a los deportistas de todas latitudes.
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