Pocas cosas hay de espíritu más cruel que separar a un equipo de su afición. En países como México, donde la identidad futbolera es fundamental, eso adquiere además dimensiones de verdadera epopeya trágica. Una ciudad sin equipo es como un templo sin dios, cascajo vacío, ruinas para la posteridad.
El ejemplo más reciente de esta modalidad de blasfemia tuvo lugar en Morelia. Tras 70 años de jugar en el Estadio Morelos, los Monarcas, equipo insignia de esa ciudad, abandonaron la capital michoacana hacia un destino bastante más tropical, el icónico puerto mazatleca, tierra del aguachile y de la tambora, ese ritmo musical que después nutriría al género “norteño».
La decisión, fincada absolutamente en criterios comerciales, dejó huérfanos y desheredados a los cerca de 40 mil morelianos que se daban cita fin de semana sí y fin de semana no en el orgulloso estadio Morelos para vitorear a su equipo.
Por un momento, los aficionados pensaron que se quedarían sin futbol para siempre, pero una decisión de último minuto salvó la vida futbolera de su ciudad con la adquisición de la franquicia del Atlético Zacatepec, equipo que hasta ese momento jugaba en una población menor del estado de Morelos.
Por supuesto que, para los aficionados monarcas, el cambio no fue lo mismo, pues la franquicia de toda su vida se alejó, mientras ellos quedaban en la incertidumbre, pero al menos ahora cuentan con la seguridad de que seguirán teniendo un equipo de futbol en su ciudad.
Esta no es la primera vez que una decisión de la directiva deja «huérfana» a una afición mexicana. Durante la primera década del siglo que corre, el Club Necaxa, nombrado así en honor a la presa que abastece de electricidad a la Ciudad de México, abandonó la capital del país, donde tenía más de setenta años jugando, para pasar a Aguascalientes.
Para la poca numerosa pero fiel afición chilanga del equipo rayado, esto fue un golpe muy duro. No obstante, con el tiempo el Necaxa se hizo de una afición igualmente fiel entre los pobladores de la nueva ciudad.
Una suerte similar corrieron los Santos de la Trinidad, una población de Tlaxcala, durante la década de los ochenta, cuando la franquicia fue adquirida por empresarios de Torreón debiendo trasladarse a la ciudad coahuilense. Tal como sucedió con el Necaxa, el equipo tuvo una buena acogida en su nuevo hogar y hoy es un símbolo férreo de la identidad lagunera.
Los cambios de franquicia y estadio no son un fenómeno exclusivo del futbol soccer. En la modalidad americana también existen situaciones similares, como el episodio protagonizado por los Rams en 2015. Tras quince años de jugar en St. Luis, Missouri, el equipo volvió a sus raíces en la mayor ciudad de la costa oeste estadounidense, donde jugó desde la década de los cincuenta hasta 1995. Lo interesante en este caso es que, al volver a una ciudad en la que habían jugado antes, los Rams encontraron una afición cargada de nostalgia que los recibió con los brazos abiertos.
La mudanza de un equipo es sin duda un capítulo triste para cualquier aficionado, pero no tiene porqué ser un hecho fatal. Los cambios, después de todo, no importa lo dolorosos que sean, son una parte fundamental de la vida y una oportunidad para que ocurran grandes cosas.
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