Sobre el skateboarding se han dicho toda clase de cosas. En los noventa, época en que el reaganismo se había consolidado en Estados Unidos y los denominados baby boomers se esforzaban por vivir el sueño americano, se atribuía a las inocentes tablas de skate todo tipo de poderes corruptores sobre la niñez.
El mismo matrimonio que sintonizaba Cartoon Network para apaciguar a su bebé, miraba con recelo a los jóvenes que, sin nada mucho mejor que hacer, dedicaban sus tardes a practicar piruetas sobre sus tablas y a llenarse el cuerpo de moretones.
Aunque a los suburbanitas les pareciera que aquellos jóvenes eran unos vagos, lo que hacían estaba bastante alejado de la improductividad de la que se les hacía partícipes sin consideración. Lo que hacían esos chicos ahí era algo que algunos llaman arte y otros, menos ambiciosos, un simple pero muy legítimo deporte. Lo que hacían esos jóvenes de cabello largo y playeras de Kurt Cobain, era skateboarding.
Este deporte, que a nivel profesional entraña riesgos mucho mayores a los que enfrentaban los adolescentes millennials en las banquetas, surgió, como todo lo cool, en California. La Segunda Guerra Mundial acababa de finalizar y algunos veteranos, felices y ociosos por las jugosas pensiones que alcanzaron a cobrar, se retiraron a la costa del Pacífico a fumar marihuana y practicar surf.
El problema con el surf es que depende de las condiciones marítimas y éstas, como bien sabe la humanidad desde la época fenicia, son caprichosas, difíciles e impredecibles. No en balde, los marineros preparaban rituales para satisfacer todo tipo de deidades. El mar es caos, hasta la Biblia lo sugiere. ¿Qué hacer entonces cuando la quieres pasar bien sobre las olas pero no hay oportunidad
de que lo hagas en este momento? Lo que se les ocurrió a estos protohippies fue construir su propio océano de concreto.
Así fue como, en la década de los cincuenta, cuando los jóvenes beats se contoneaban imitando a James Dean, los primeros huesos skaters se rompieron sobre el pavimento de Los Ángeles. Las patinetas primitivas eran simples tablas de madera a las que se les adherían ruedas de forma rudimentaria. Básicamente eran piezas hechizas y su estabilidad no estaba garantizada.
Así fue hasta que en 1960, una tienda de tablas de surf llegó a un acuerdo con una fábrica de patines en Chicago para elaborar patinetas con diseños óptimos y más resistentes que las tablas utilizadas hasta entonces. Fue el inicio de un nuevo negocio. Para finales de la década, cientos de fábricas de patinetas se habían abierto a lo largo y ancho de los Estados Unidos. Las mejores se producían en talleres artesanales de la región sur de California.
Para los setenta, el nuevo deporte, que se consideraba una actividad verdaderamente vanguardista e innovadora, tenía revistas especializadas y torneos a los que llegaban personas de todo el mundo ansiosas por la adrenalina de la tabla.
En ese momento, el skateboarding, como tantas cosas surgidas en California, ya tenía una reputación de antisistema que lo hacía popular entre los sectores más rebeldes pero que le daba una terrible fama entre las clases medias suburbanas.
La satanización de la actividad se mantuvo durante la década de los ochenta, cuando aparecieron los denominados ‘pánicos por satanismo’ y cuando, además, los parques destinados al skateboarding fueron ocupados en su mayoría por jóvenes de minorías demográficas.
A partir de aquí, hubo una suerte de ‘quiebre’ en el deporte. De un lado quedaron las estrellas millonarias que competían en campeonatos internacionales y hasta tenían videojuegos basados en su vidas, como fue el caso de Tony Hawk. La fama de Hawk fue tan grande, que incluso se hizo con su propia empresa de patinetas.
En paralelo con estas celebridades y con el glamour deportivo que se respira en eventos como los X-games, el carácter barrial, comunitario y antisistema persiste entre los aficionados urbanos de este deporte.
Desde la década de los noventa, las patinetas, sobre todo en México, se asocian con subculturas urbanas como los denominados ‘chavos banda’. Sin embargo, lejos de la influencia corruptora que algunos insisten en ver sobre las tablitas, el skateboarding ha salvado vidas y rescatado a muchos chicos y chicas del abuso de sustancias y de la violencia.
Entre quienes practican el skateboarding urbano, el sentido de comunidad es importante. También el respeto, que no solo se consigue dominando la tabla sino también integrándose en las dinámicas comunitarias. En algunos barrios, incluso existen vínculos entre la practica del skate y la cultura, existiendo numerosos fanzines donde los aficionados de la tabla dan rienda suelta a su imaginación y labia.
Así que ya saben, cuando vean a un chico desaliñado o a una chica medio punk en una patineta, no le saquen la vuelta ni le teman, porque están ante uno de los mayores ejemplos de resistencia desde el deporte.
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